La Historieta como género.
En las últimas décadas, el término “cómic” ha acabado por imponerse a la hora de denominar al arte basado en la narración de historias mediante la sucesión de viñetas que combinan ilustraciones y texto. El uso masivo (y prácticamente exclusivo) de este vocablo acarrea la marginación de antiguas denominaciones como “historieta” o “tebeo”. De hecho, la gran mayoría de las personas que, de una forma u otra, invierten parte de su tiempo en este tipo de actividades evitan hacer referencia a dichos sinónimos anacrónicos. Así, muchos de nosotros solemos decir que “dibujamos cómics”, “hacemos tiras”, “colaboramos en fanzines”, “guionizamos aventuras” o “leemos manga”. Inexcusablemente, las palabras “historieta” y “tebeo” se ven confinadas al menosprecio que supuestamente todo aquello que suene excesivamente obsoleto, infantiloide o cañí.
Tampoco los dos términos de los que estamos hablando pueden considerarse sinónimos absolutos. Así, cuando nos referimos a un “tebeo”, pensamos en la clásica revista periódica (semanal, mensual), cuyo nombre proviene de la mítica cabecera TBO, nacida en 1917. Por su parte, el vocablo “historieta” parece aludir de forma concreta a las aventuras (desventuras) protagonizadas por los personajes que, de manera más o menos sistemática, pueblan dichas revistitas. Desde aquí pretendemos reivindicar que lo que conocemos como “historieta” no es un mero sinónimo de “cómic”, sino un subgénero (sin las connotaciones negativas del término) dentro del campo genérico de la narración realizada a través de viñetas.
Un subgénero, por supuesto, indisolublemente conectado en su técnica y en su concepción esencial al resto de modalidades que conforman la vaga idea que todo el mundo tiene de lo que es un “cómic”. Pensamos que se puede hablar de la “historieta” otorgándole la misma entidad que merecen las variantes superheroicas, los mangas japoneses, el cómic erótico, etc. De hecho, nos negamos a establecer una equivalencia entre el término del que hablamos y lo que se conoce como “cómic de humor”. La historieta presenta características propias: determinadas técnicas y recursos narrativos, un grafismo peculiar, una vinculación indisoluble con la realidad circundante y, sobre todo, un espíritu intrínseco que constituye el principal rasgo diferenciador.
Para evitar caer en la abstracción, resulta conveniente concretar algo más. Pensamos que los dibujantes que constituyeron lo que hoy se conoce como “Escuela Bruguera” pueden ser un buen ejemplo de lo que aquí postulamos. A lo largo de varias décadas, los autores de esta escudería fueron creando la concepción de la “historieta”, consolidándola hasta el punto de convertirla en una “forma de hacer” única, irrepetible, diferenciada de las series de humor gráfico que encontramos en otros países (sin descartar, por supuesto, las evidentes conexiones y las valiosas influencias exteriores). Precisamente por esa consolidación, porque estamos acostumbrados a esta modalidad humorística, los hallazgos de todos estos autores pasan desapercibidos ante nosotros, ya que nuestra capacidad crítica se ha visto, en parte, canalizada por los sesudos estudiosos del “cómic serio” y paralizada por una serie de prejuicios que disimulan mal un complejo de inferioridad con respecto a la ingente producción de los autores nacionales.
Si volvemos al término “historieta”, el Diccionario de la RAE nos aporta dos definiciones que consideramos importantes: 1. “Fábula, cuento o relación breve de aventura o suceso de poca importancia”; 2. “Serie de dibujos que constituyen un relato, con texto o sin él”. Curiosamente es la primera acepción las que más nos interesa por sus connotaciones de insignificancia. La misma palabra “historieta” incorpora a “historia” un sufijo que despoja a este último término de toda solemnidad. La historieta cuenta, no ya necesariamente aventuras, sino meros “sucesos” irrelevantes con poco alcance simbólico o intelectual.
Esto es precisamente lo que encontramos en las series de Bruguera. Frente al cómic de superhéroes, o incluso frente al mismo álbum tradicional de la Escuela Franco-Belga, cargados ambos de un tinte épico que parte con frecuencia de posturas claramente maniqueas, las historietas de Bruguera nos narran hechos cotidianos de la vida de personajes comunes. Los protagonistas de “historieta” no se verán envueltos en la salvación del mundo, ni impedirán la destrucción masiva de una ciudad, antes bien serán víctimas de su propia tragedia personal. Así pues, sus objetivos distan mucho del desinteresado altruismo de los héroes de los cómics de aventuras, e incluso de muchos de humor (no hay que olvidar que esta defensa desinteresada del “bien” la encontramos en obras humorísticas europeas de la talla de Astérix, Lucky Luke, Spirou, o el mismo Tintín).
Las metas del personaje de historieta son de una índole radicalmente distinta: “agenciarse” una rodaja de chorizo, conseguir un aumento de sueldo, escabullirse de la suegra de turno, esquivar a los acreedores, etc. No es necesario citar ejemplos concretos de todos estos casos, ya que son bien conocidos por todos. Muchos de los arquetipos que viven dentro (y fuera) del universo de Bruguera quedarán resumidos en la magistral 13, Rue del Percebe, que disecciona, más que un edificio, la realidad de la vida de un país, derribando la “fachada” (nunca mejor dicho) impuesta desde las altas esferas, para así mostrarnos la realidad “de puertas para adentro”.
El formato ideal para este tipo de personajes suele ser la página única autoconclusiva, ya que sus aventuras (sucesos) son sumamente intrascendentes: el mundo seguirá igual independientemente de que Carpanta consiga comer o no, aunque encuentre novio Hermenegilda o triunfen las maldades caseras de Doña Urraca. Los prototipos señalados no dan pie a aventuras de mayor envergadura, como sí ocurre con los superhéroes o con los intrépidos personajes franco-belgas. Únicamente Mortadelo y Filemón se han adaptado al formato del álbum permitiendo su exportación fuera de nuestras fronteras. Esta serie de Ibáñez es un buen ejemplo de que el concepto de “historieta” que nosotros defendemos no varía aunque se aumente el número de páginas o se amplíen los horizontes comerciales. Las tropelías de estos personajes , a pesar de su cualidad de agentes secretos, se desarrollan en el mismo campo de actuación que las de sus compañeros de fatigas: el ámbito urbano (la oficina, el bar de la esquina , el asilo de ancianos, el Metro, etc.) o rural (con el garrulo con garrote incluido, viejecitas con remedios infalibles y animales de granja en perfecta comunión con seres humanos cuyas condiciones de vida están subdesarrolladas).
Tampoco encontraremos ningún Rastapopoulos, y los malos de turno serán una mera excusa para enfrentarse a los verdaderos enemigos (comunes a toda la Escuela Bruguera): la patrona exigente, el sastre acreedor, la viejecita censora, el oficinista cabreado, el taxista tunante, las suegras demoledoras, el guardia urbano y, sobre todo, el jefe explotador y tiránico. En muchos casos se puede decir que los verdaderos enemigos son los propios compañeros de viñetas (lo cual contrasta con la camaradería de los héroes extranjeros): la auténtica pesadilla de Mortadelo es Filemón y viceversa, la del patriarca de los Cebolleta es su propia familia, Carpanta será una víctima constante de su amigo Protasio, mientras que la mayor de las Gilda vive para sabotearle los novios a la pequeña.
El “ambiente” que se respira en las historietas viene marcado por las circunstancias político-sociales en que éstas fueron concebidas y desarrolladas. La posguerra y la dictadura franquista impusieron unas condiciones de vida lamentables, tanto en el aspecto material (la escasez) como en el intelectual (la represión). De aquí surgieron nuestros grandes personajes de humor, demasiado desgraciados como para preocuparse de algo que no fuera su propia subsistencia. A esto hay que sumarle una España dividida entre vencedores y vencidos (la oposición entre “autoridad” y “pueblo llano” es constante), marcada por el resentimiento y por luchas internas y autodestructivas.
Además de estas circunstancias determinantes, tan fundamentales, tenemos que considerar que la creación y fijación de la “historieta” viene condicionada por lo que a veces se ha venido llamando “carácter nacional”. Si el realismo fue la gran aportación de los españoles a la literatura, la evolución de nuestras historietas viene a reafirmar esta tendencia. Ya en la obra cumbre de nuestros letrajos encontramos a los tatarabuelos de los personajes de historieta: don Quijote y Sancho (¿no os parece que el “gag” de los molinos de viento podría haber sido urdido por Ibáñez?).
Observamos, pues, una serie de factores sincrónicos y diacrónicos (desde las circunstancias puntuales a la tradición cultural) que propiciaron la consolidación de la “historieta” como el subgénero triunfante en España. Si hay cierta vehemencia en la defensa que hacemos de esta clase de obras, nos justificaremos escudándonos en el menosprecio casi generalizado que los “entendidos en cómics” han venido ostentando durante mucho tiempo en contra de la ingente producción de muchos de los que fueron (no lo olvidemos) responsables de nuestras primeras lecturas (y carcajadas).Aunque la crítica ha venido cediendo en los últimos años, todavía queda mucho para que estos grandes maestros reciban el reconocimiento que merecen. Puede que alguien se haya dado cuenta de que desprestigiar la historieta equivale a desprestigiar la propia vida: no sé cuántos de ustedes trepan por los edificios colgados de una tela de araña o han viajado en busca del tesoro del Rackham el Rojo; yo, personalmente, me siento más identificado con ese grupo de personajillos que raramente consiguen lo que se proponen y que aceptan su destino con una actitud que oscila entre la rebeldía desquiciada y la triste resignación. Tal vez, dentro de unos añitos, los sesudos estudiosos del “cómic” averigüen que, mientras Superman salvaba el planeta con un grafismo impecable y Tintín recorría el mundo viviendo las más deliciosas aventuras , Carpanta buscaba un pedazo de pan en un cubo de basura, mientras se convertía , sin saberlo, en un símbolo de la cotidianidad hecha cómic: la “Historieta”.
(La presente entrada es un extracto de un artículo publicado por este su blogger en El Cubo, nº 2, Cuarta Época, Enero 2005).
Tampoco los dos términos de los que estamos hablando pueden considerarse sinónimos absolutos. Así, cuando nos referimos a un “tebeo”, pensamos en la clásica revista periódica (semanal, mensual), cuyo nombre proviene de la mítica cabecera TBO, nacida en 1917. Por su parte, el vocablo “historieta” parece aludir de forma concreta a las aventuras (desventuras) protagonizadas por los personajes que, de manera más o menos sistemática, pueblan dichas revistitas. Desde aquí pretendemos reivindicar que lo que conocemos como “historieta” no es un mero sinónimo de “cómic”, sino un subgénero (sin las connotaciones negativas del término) dentro del campo genérico de la narración realizada a través de viñetas.
Un subgénero, por supuesto, indisolublemente conectado en su técnica y en su concepción esencial al resto de modalidades que conforman la vaga idea que todo el mundo tiene de lo que es un “cómic”. Pensamos que se puede hablar de la “historieta” otorgándole la misma entidad que merecen las variantes superheroicas, los mangas japoneses, el cómic erótico, etc. De hecho, nos negamos a establecer una equivalencia entre el término del que hablamos y lo que se conoce como “cómic de humor”. La historieta presenta características propias: determinadas técnicas y recursos narrativos, un grafismo peculiar, una vinculación indisoluble con la realidad circundante y, sobre todo, un espíritu intrínseco que constituye el principal rasgo diferenciador.
Para evitar caer en la abstracción, resulta conveniente concretar algo más. Pensamos que los dibujantes que constituyeron lo que hoy se conoce como “Escuela Bruguera” pueden ser un buen ejemplo de lo que aquí postulamos. A lo largo de varias décadas, los autores de esta escudería fueron creando la concepción de la “historieta”, consolidándola hasta el punto de convertirla en una “forma de hacer” única, irrepetible, diferenciada de las series de humor gráfico que encontramos en otros países (sin descartar, por supuesto, las evidentes conexiones y las valiosas influencias exteriores). Precisamente por esa consolidación, porque estamos acostumbrados a esta modalidad humorística, los hallazgos de todos estos autores pasan desapercibidos ante nosotros, ya que nuestra capacidad crítica se ha visto, en parte, canalizada por los sesudos estudiosos del “cómic serio” y paralizada por una serie de prejuicios que disimulan mal un complejo de inferioridad con respecto a la ingente producción de los autores nacionales.
Si volvemos al término “historieta”, el Diccionario de la RAE nos aporta dos definiciones que consideramos importantes: 1. “Fábula, cuento o relación breve de aventura o suceso de poca importancia”; 2. “Serie de dibujos que constituyen un relato, con texto o sin él”. Curiosamente es la primera acepción las que más nos interesa por sus connotaciones de insignificancia. La misma palabra “historieta” incorpora a “historia” un sufijo que despoja a este último término de toda solemnidad. La historieta cuenta, no ya necesariamente aventuras, sino meros “sucesos” irrelevantes con poco alcance simbólico o intelectual.
Esto es precisamente lo que encontramos en las series de Bruguera. Frente al cómic de superhéroes, o incluso frente al mismo álbum tradicional de la Escuela Franco-Belga, cargados ambos de un tinte épico que parte con frecuencia de posturas claramente maniqueas, las historietas de Bruguera nos narran hechos cotidianos de la vida de personajes comunes. Los protagonistas de “historieta” no se verán envueltos en la salvación del mundo, ni impedirán la destrucción masiva de una ciudad, antes bien serán víctimas de su propia tragedia personal. Así pues, sus objetivos distan mucho del desinteresado altruismo de los héroes de los cómics de aventuras, e incluso de muchos de humor (no hay que olvidar que esta defensa desinteresada del “bien” la encontramos en obras humorísticas europeas de la talla de Astérix, Lucky Luke, Spirou, o el mismo Tintín).
Las metas del personaje de historieta son de una índole radicalmente distinta: “agenciarse” una rodaja de chorizo, conseguir un aumento de sueldo, escabullirse de la suegra de turno, esquivar a los acreedores, etc. No es necesario citar ejemplos concretos de todos estos casos, ya que son bien conocidos por todos. Muchos de los arquetipos que viven dentro (y fuera) del universo de Bruguera quedarán resumidos en la magistral 13, Rue del Percebe, que disecciona, más que un edificio, la realidad de la vida de un país, derribando la “fachada” (nunca mejor dicho) impuesta desde las altas esferas, para así mostrarnos la realidad “de puertas para adentro”.
El formato ideal para este tipo de personajes suele ser la página única autoconclusiva, ya que sus aventuras (sucesos) son sumamente intrascendentes: el mundo seguirá igual independientemente de que Carpanta consiga comer o no, aunque encuentre novio Hermenegilda o triunfen las maldades caseras de Doña Urraca. Los prototipos señalados no dan pie a aventuras de mayor envergadura, como sí ocurre con los superhéroes o con los intrépidos personajes franco-belgas. Únicamente Mortadelo y Filemón se han adaptado al formato del álbum permitiendo su exportación fuera de nuestras fronteras. Esta serie de Ibáñez es un buen ejemplo de que el concepto de “historieta” que nosotros defendemos no varía aunque se aumente el número de páginas o se amplíen los horizontes comerciales. Las tropelías de estos personajes , a pesar de su cualidad de agentes secretos, se desarrollan en el mismo campo de actuación que las de sus compañeros de fatigas: el ámbito urbano (la oficina, el bar de la esquina , el asilo de ancianos, el Metro, etc.) o rural (con el garrulo con garrote incluido, viejecitas con remedios infalibles y animales de granja en perfecta comunión con seres humanos cuyas condiciones de vida están subdesarrolladas).
Tampoco encontraremos ningún Rastapopoulos, y los malos de turno serán una mera excusa para enfrentarse a los verdaderos enemigos (comunes a toda la Escuela Bruguera): la patrona exigente, el sastre acreedor, la viejecita censora, el oficinista cabreado, el taxista tunante, las suegras demoledoras, el guardia urbano y, sobre todo, el jefe explotador y tiránico. En muchos casos se puede decir que los verdaderos enemigos son los propios compañeros de viñetas (lo cual contrasta con la camaradería de los héroes extranjeros): la auténtica pesadilla de Mortadelo es Filemón y viceversa, la del patriarca de los Cebolleta es su propia familia, Carpanta será una víctima constante de su amigo Protasio, mientras que la mayor de las Gilda vive para sabotearle los novios a la pequeña.
El “ambiente” que se respira en las historietas viene marcado por las circunstancias político-sociales en que éstas fueron concebidas y desarrolladas. La posguerra y la dictadura franquista impusieron unas condiciones de vida lamentables, tanto en el aspecto material (la escasez) como en el intelectual (la represión). De aquí surgieron nuestros grandes personajes de humor, demasiado desgraciados como para preocuparse de algo que no fuera su propia subsistencia. A esto hay que sumarle una España dividida entre vencedores y vencidos (la oposición entre “autoridad” y “pueblo llano” es constante), marcada por el resentimiento y por luchas internas y autodestructivas.
Además de estas circunstancias determinantes, tan fundamentales, tenemos que considerar que la creación y fijación de la “historieta” viene condicionada por lo que a veces se ha venido llamando “carácter nacional”. Si el realismo fue la gran aportación de los españoles a la literatura, la evolución de nuestras historietas viene a reafirmar esta tendencia. Ya en la obra cumbre de nuestros letrajos encontramos a los tatarabuelos de los personajes de historieta: don Quijote y Sancho (¿no os parece que el “gag” de los molinos de viento podría haber sido urdido por Ibáñez?).
Observamos, pues, una serie de factores sincrónicos y diacrónicos (desde las circunstancias puntuales a la tradición cultural) que propiciaron la consolidación de la “historieta” como el subgénero triunfante en España. Si hay cierta vehemencia en la defensa que hacemos de esta clase de obras, nos justificaremos escudándonos en el menosprecio casi generalizado que los “entendidos en cómics” han venido ostentando durante mucho tiempo en contra de la ingente producción de muchos de los que fueron (no lo olvidemos) responsables de nuestras primeras lecturas (y carcajadas).Aunque la crítica ha venido cediendo en los últimos años, todavía queda mucho para que estos grandes maestros reciban el reconocimiento que merecen. Puede que alguien se haya dado cuenta de que desprestigiar la historieta equivale a desprestigiar la propia vida: no sé cuántos de ustedes trepan por los edificios colgados de una tela de araña o han viajado en busca del tesoro del Rackham el Rojo; yo, personalmente, me siento más identificado con ese grupo de personajillos que raramente consiguen lo que se proponen y que aceptan su destino con una actitud que oscila entre la rebeldía desquiciada y la triste resignación. Tal vez, dentro de unos añitos, los sesudos estudiosos del “cómic” averigüen que, mientras Superman salvaba el planeta con un grafismo impecable y Tintín recorría el mundo viviendo las más deliciosas aventuras , Carpanta buscaba un pedazo de pan en un cubo de basura, mientras se convertía , sin saberlo, en un símbolo de la cotidianidad hecha cómic: la “Historieta”.
(La presente entrada es un extracto de un artículo publicado por este su blogger en El Cubo, nº 2, Cuarta Época, Enero 2005).