Veras y burlas

Cómic,cine,televisión,literatura y demás coserías

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domingo, junio 04, 2006

La Historieta como género.

En las últimas décadas, el término “cómic” ha acabado por imponerse a la hora de denominar al arte basado en la narración de historias mediante la sucesión de viñetas que combinan ilustraciones y texto. El uso masivo (y prácticamente exclusivo) de este vocablo acarrea la marginación de antiguas denominaciones como “historieta” o “tebeo”. De hecho, la gran mayoría de las personas que, de una forma u otra, invierten parte de su tiempo en este tipo de actividades evitan hacer referencia a dichos sinónimos anacrónicos. Así, muchos de nosotros solemos decir que “dibujamos cómics”, “hacemos tiras”, “colaboramos en fanzines”, “guionizamos aventuras” o “leemos manga”. Inexcusablemente, las palabras “historieta” y “tebeo” se ven confinadas al menosprecio que supuestamente todo aquello que suene excesivamente obsoleto, infantiloide o cañí.

Tampoco los dos términos de los que estamos hablando pueden considerarse sinónimos absolutos. Así, cuando nos referimos a un “tebeo”, pensamos en la clásica revista periódica (semanal, mensual), cuyo nombre proviene de la mítica cabecera TBO, nacida en 1917. Por su parte, el vocablo “historieta” parece aludir de forma concreta a las aventuras (desventuras) protagonizadas por los personajes que, de manera más o menos sistemática, pueblan dichas revistitas. Desde aquí pretendemos reivindicar que lo que conocemos como “historieta” no es un mero sinónimo de “cómic”, sino un subgénero (sin las connotaciones negativas del término) dentro del campo genérico de la narración realizada a través de viñetas.

Un subgénero, por supuesto, indisolublemente conectado en su técnica y en su concepción esencial al resto de modalidades que conforman la vaga idea que todo el mundo tiene de lo que es un “cómic”. Pensamos que se puede hablar de la “historieta” otorgándole la misma entidad que merecen las variantes superheroicas, los mangas japoneses, el cómic erótico, etc. De hecho, nos negamos a establecer una equivalencia entre el término del que hablamos y lo que se conoce como “cómic de humor”. La historieta presenta características propias: determinadas técnicas y recursos narrativos, un grafismo peculiar, una vinculación indisoluble con la realidad circundante y, sobre todo, un espíritu intrínseco que constituye el principal rasgo diferenciador.

Para evitar caer en la abstracción, resulta conveniente concretar algo más. Pensamos que los dibujantes que constituyeron lo que hoy se conoce como “Escuela Bruguera” pueden ser un buen ejemplo de lo que aquí postulamos. A lo largo de varias décadas, los autores de esta escudería fueron creando la concepción de la “historieta”, consolidándola hasta el punto de convertirla en una “forma de hacer” única, irrepetible, diferenciada de las series de humor gráfico que encontramos en otros países (sin descartar, por supuesto, las evidentes conexiones y las valiosas influencias exteriores). Precisamente por esa consolidación, porque estamos acostumbrados a esta modalidad humorística, los hallazgos de todos estos autores pasan desapercibidos ante nosotros, ya que nuestra capacidad crítica se ha visto, en parte, canalizada por los sesudos estudiosos del “cómic serio” y paralizada por una serie de prejuicios que disimulan mal un complejo de inferioridad con respecto a la ingente producción de los autores nacionales.

Si volvemos al término “historieta”, el Diccionario de la RAE nos aporta dos definiciones que consideramos importantes: 1. “Fábula, cuento o relación breve de aventura o suceso de poca importancia”; 2. “Serie de dibujos que constituyen un relato, con texto o sin él”. Curiosamente es la primera acepción las que más nos interesa por sus connotaciones de insignificancia. La misma palabra “historieta” incorpora a “historia” un sufijo que despoja a este último término de toda solemnidad. La historieta cuenta, no ya necesariamente aventuras, sino meros “sucesos” irrelevantes con poco alcance simbólico o intelectual.

Esto es precisamente lo que encontramos en las series de Bruguera. Frente al cómic de superhéroes, o incluso frente al mismo álbum tradicional de la Escuela Franco-Belga, cargados ambos de un tinte épico que parte con frecuencia de posturas claramente maniqueas, las historietas de Bruguera nos narran hechos cotidianos de la vida de personajes comunes. Los protagonistas de “historieta” no se verán envueltos en la salvación del mundo, ni impedirán la destrucción masiva de una ciudad, antes bien serán víctimas de su propia tragedia personal. Así pues, sus objetivos distan mucho del desinteresado altruismo de los héroes de los cómics de aventuras, e incluso de muchos de humor (no hay que olvidar que esta defensa desinteresada del “bien” la encontramos en obras humorísticas europeas de la talla de Astérix, Lucky Luke, Spirou, o el mismo Tintín).

Las metas del personaje de historieta son de una índole radicalmente distinta: “agenciarse” una rodaja de chorizo, conseguir un aumento de sueldo, escabullirse de la suegra de turno, esquivar a los acreedores, etc. No es necesario citar ejemplos concretos de todos estos casos, ya que son bien conocidos por todos. Muchos de los arquetipos que viven dentro (y fuera) del universo de Bruguera quedarán resumidos en la magistral 13, Rue del Percebe, que disecciona, más que un edificio, la realidad de la vida de un país, derribando la “fachada” (nunca mejor dicho) impuesta desde las altas esferas, para así mostrarnos la realidad “de puertas para adentro”.

El formato ideal para este tipo de personajes suele ser la página única autoconclusiva, ya que sus aventuras (sucesos) son sumamente intrascendentes: el mundo seguirá igual independientemente de que Carpanta consiga comer o no, aunque encuentre novio Hermenegilda o triunfen las maldades caseras de Doña Urraca. Los prototipos señalados no dan pie a aventuras de mayor envergadura, como sí ocurre con los superhéroes o con los intrépidos personajes franco-belgas. Únicamente Mortadelo y Filemón se han adaptado al formato del álbum permitiendo su exportación fuera de nuestras fronteras. Esta serie de Ibáñez es un buen ejemplo de que el concepto de “historieta” que nosotros defendemos no varía aunque se aumente el número de páginas o se amplíen los horizontes comerciales. Las tropelías de estos personajes , a pesar de su cualidad de agentes secretos, se desarrollan en el mismo campo de actuación que las de sus compañeros de fatigas: el ámbito urbano (la oficina, el bar de la esquina , el asilo de ancianos, el Metro, etc.) o rural (con el garrulo con garrote incluido, viejecitas con remedios infalibles y animales de granja en perfecta comunión con seres humanos cuyas condiciones de vida están subdesarrolladas).

Tampoco encontraremos ningún Rastapopoulos, y los malos de turno serán una mera excusa para enfrentarse a los verdaderos enemigos (comunes a toda la Escuela Bruguera): la patrona exigente, el sastre acreedor, la viejecita censora, el oficinista cabreado, el taxista tunante, las suegras demoledoras, el guardia urbano y, sobre todo, el jefe explotador y tiránico. En muchos casos se puede decir que los verdaderos enemigos son los propios compañeros de viñetas (lo cual contrasta con la camaradería de los héroes extranjeros): la auténtica pesadilla de Mortadelo es Filemón y viceversa, la del patriarca de los Cebolleta es su propia familia, Carpanta será una víctima constante de su amigo Protasio, mientras que la mayor de las Gilda vive para sabotearle los novios a la pequeña.

El “ambiente” que se respira en las historietas viene marcado por las circunstancias político-sociales en que éstas fueron concebidas y desarrolladas. La posguerra y la dictadura franquista impusieron unas condiciones de vida lamentables, tanto en el aspecto material (la escasez) como en el intelectual (la represión). De aquí surgieron nuestros grandes personajes de humor, demasiado desgraciados como para preocuparse de algo que no fuera su propia subsistencia. A esto hay que sumarle una España dividida entre vencedores y vencidos (la oposición entre “autoridad” y “pueblo llano” es constante), marcada por el resentimiento y por luchas internas y autodestructivas.

Además de estas circunstancias determinantes, tan fundamentales, tenemos que considerar que la creación y fijación de la “historieta” viene condicionada por lo que a veces se ha venido llamando “carácter nacional”. Si el realismo fue la gran aportación de los españoles a la literatura, la evolución de nuestras historietas viene a reafirmar esta tendencia. Ya en la obra cumbre de nuestros letrajos encontramos a los tatarabuelos de los personajes de historieta: don Quijote y Sancho (¿no os parece que el “gag” de los molinos de viento podría haber sido urdido por Ibáñez?).

Observamos, pues, una serie de factores sincrónicos y diacrónicos (desde las circunstancias puntuales a la tradición cultural) que propiciaron la consolidación de la “historieta” como el subgénero triunfante en España. Si hay cierta vehemencia en la defensa que hacemos de esta clase de obras, nos justificaremos escudándonos en el menosprecio casi generalizado que los “entendidos en cómics” han venido ostentando durante mucho tiempo en contra de la ingente producción de muchos de los que fueron (no lo olvidemos) responsables de nuestras primeras lecturas (y carcajadas).Aunque la crítica ha venido cediendo en los últimos años, todavía queda mucho para que estos grandes maestros reciban el reconocimiento que merecen. Puede que alguien se haya dado cuenta de que desprestigiar la historieta equivale a desprestigiar la propia vida: no sé cuántos de ustedes trepan por los edificios colgados de una tela de araña o han viajado en busca del tesoro del Rackham el Rojo; yo, personalmente, me siento más identificado con ese grupo de personajillos que raramente consiguen lo que se proponen y que aceptan su destino con una actitud que oscila entre la rebeldía desquiciada y la triste resignación. Tal vez, dentro de unos añitos, los sesudos estudiosos del “cómic” averigüen que, mientras Superman salvaba el planeta con un grafismo impecable y Tintín recorría el mundo viviendo las más deliciosas aventuras , Carpanta buscaba un pedazo de pan en un cubo de basura, mientras se convertía , sin saberlo, en un símbolo de la cotidianidad hecha cómic: la “Historieta”.

(La presente entrada es un extracto de un artículo publicado por este su blogger en El Cubo, nº 2, Cuarta Época, Enero 2005).

viernes, mayo 12, 2006

Raf, dibujante, electricista y decorador de interiores

De paseo por los pasillos de la TIA nos hemos encontrado con la siguiente viñeta, que nos ha dado un poquito de qué hablar y de qué escribir. Acompáñennos, si quieren, en este paseo por los “accesorios” de la conocida agencia. La citada viñeta pertenece al álbum de Mortadelo y Filemón “Las embajadas chifladas” (1991). Sin embargo, no es el “estilo Ibáñez” lo que predomina en esta obra, como podrán comprobar. Basta con haber sido furtivos lectores bruguerianos para reconocer, sin mucho mérito, el trazo inconfundible, suelto, y “desaliñado” (en el mejor sentido de la palabra) de Raf.
Estamos a principios de los 90. Las relaciones entre Ibáñez y Ediciones B se formalizan a pasos de gigante. El periodo de “negritud” consentida por el autor (1987-1990) va quedando atrás, aunque la presencia de ayudantes se seguirá notando, en mayor o menor medida, hasta 1995. La caída de las revistas semanales no hará necesaria la premura de la entrega de ocho páginas por semana más portada, por lo que el equipo de entintadores podrá trabajar con más calma, e Ibáñez terminará más las viñetas. Pero, decimos, para ello habrá que esperar a mediados de la década. De momento, Ibáñez sigue con su destajera labor entregando unas páginas más o menos abocetadas a unos ayudantes más o menos uniformes, con resultados bastante notables a nivel gráfico.

No obstante, en este álbum tenemos un entintador de excepción: el sensacional Raf. Así, partiendo de estos bocetillos poco terminados de Ibáñez, Raf hace suya las páginas del compañero, sin esforzarse en ocultar la propia identidad. Es costumbre, como ha ocurrido en ocasiones en el extranjero ése, que cuando el que entinta las páginas de un dibujante de nombre es otro grande, éste último no se limite a pasar el rotulador sobre los trazos originales, sino que, a modo de licencia, imponga su propio estilo. Y eso es lo que ha ocurrido aquí con Raf.

Mientras que en algunas viñetas del álbum se observa un intento de ceñirse a lo “ibañezco”, en otras lo “rafiano” invade la ilustración. Es curioso el contraste entre el estilo “contenido” (aunque extremadamente expresivo) de Ibáñez y la anárquica soltura de Raf. A pesar de lo curioso del experimento, se podría decir que el estilo suelto de este último no acaba de encajar con la claridad expositiva que el papá de Mortadelo suele imprimir a sus cómics, dejándoselo todo mascadito a un público que prefiere la línea clara y el trazo rotundo. De ahí la sensación extraña al leer esta historieta.

Por otra parte, queremos destacar el hecho de que Raf, dueño de la TIA por un álbum, haya querido enriquecer los fondos de Ibáñez (que probablemente hace años que éste apenas esboza, salvo que haya algún elemento digno de ser destacado). Así, Raf se sorprende de que en una agencia de espionaje no haya más ordenadores, impresoras, lámparas y cosas así. Por ello, en espera de que los técnicos de investigación aeroterráquea se actualicen, decide, por lo pronto, ir instalando los enchufes, que pueblan las paredes de la organización durante todo el álbum.

Intranquilo e impaciente ante la llegada de la tecnología, Raf se percata de que los agentes de la TIA no tienen ni siquiera material de oficina para desempeñar las labores burocráticas diarias, de ahí que los dote de numerosos lapiceros que contienen lápices, bolígrafos y portaminas. El papá de Sir Tim, observador él, no deja de asombrarse del caos de estas instalaciones que se preocupa de poblar de cientos de papeles sueltos, probablemente fichas de personal o expedientes de casos, a duras penas sujetos con un libro que no tiene pinta de haberse abierto en mucho tiempo.

A través de estos elementos, Raf, que no firma el álbum ni aparece como colaborador (el mercantilismo de Ediciones B, heredado de Bruguera, tiene miedo a enturbiar la omnipresente firma “Ibáñez”), está imponiendo su sello, firmando las páginas ajenas con un estilo tan inconfundible que no permite dudas. No obstante, como siempre hay desconfiados bajo el sol, aquí dejamos una viñetita de “Mirlowe”, serie de Raf para Grijalbo, en la que los escépticos encontrarán, además del trazo indubitable, los enchufes, el papel suelto, los libros-posavasos y, en una esquinita, el lapicero con portaminas.

Quede este álbum como anécdota de este acercamiento de Raf al universo de Ibáñez. No conocemos las condiciones en las que se produjo esta colaboración, pero no hace mucho que don Jaume Rovira confirmó en el blog de los amigos Burgomaestres la relación de amistad entre los dos dibujantes. Ambos de la misma edad, pasaron por las mismas revistas en su etapa pre-bruguera, compartieron penas y alegrías en el gigante editorial y emigraron juntitos a Grijalbo para ser rescatados después por Ediciones B. Las “bromas privadas” (que son públicas) entre ambos, son también habituales.

A modo de detallito final, dejamos una última viñeta en la que vemos que Raf también se preocupó por el mechandising de la TIA, pues apreciamos una jarrita con las iniciales de la agencia. Tal vez no sea lo más adecuado para este tipo institución, basada en el sigilo y el anonimato, pero…

¿Qué se puede esperar de una organización secreta que pone en la fachada un enorme cartel con su nombre y que nos permite, con sólo un golpe de ojo, adivinar el nombre de su decorador?

sábado, mayo 06, 2006

El encanto de Madame Bouvier


Es notorio que Marge Simpson no es el personaje más popular de la serie de dibujos animados que tiene por título su apellido (o el de su esposo, claro). Incluso hemos de confesar que cuando la respetable señora del pelo azul es la protagonista del episodio de turno, muchos lamentamos la menor participación del resto de su familia. Sin embargo, el vestido verde de Marge tiene mucha tela que cortar. La matriarca de los Simpson, sin contar con la profundidad de Lisa, el candor de Maggie o la popularidad de Homer, ha logrado presentar, con el paso del tiempo, una mayor riqueza de matices que otros personajes de la serie (como Bart, sin ir más lejos). Acerquémonos, con su permiso, a la mujer que ha robado el corazón de Homer Simpson y tantos otros.

Marge Bouvier creció en el seno de una familia poco unida. Su padre, azafato de profesión, murió joven y su madre, Jacqueline, no se prodiga en palabras de aliento (ni de las otras) hacia su hija. Las hermanas, Patty y Selma, mantienen un vínculo turbio y cerrado del que Marge está totalmente excluida; así, durante su infancia y juventud, la pequeña de la familia tuvo que soportar las bromas pesadas y los traumáticos consejos de las terribles gemelas.

A pesar de estas circunstancias, Marge parece crecer feliz, alegre, haciendo gala de una notable sensatez y de una encantadora prudencia. Alumna ejemplar, en sus años de instituto tiene sus escarceos con unos ideales revolucionarios que se tornarán paradójicos con el paso del tiempo. Mientras mantiene su buen expediente, da clases particulares y dedica sus ratos libres a la pintura, actividad para la que demuestra poseer notables dotes. Su música favorita, la de Los Beatles; Ringo Starr, su ídolo. Buen currículum el de esta joven risueña.

Cortejada por el cerebro Artie Ziff, Marge elige como compañero de su vida a Homer Simpson, un patán grosero y egoísta que, aunque probablemente no la merezca, la quiere con locura. Con esta opción, nuestra protagonista deja escapar un futuro de lujo y opulencia (el “manoslargas” de Artie se hará millonario con los años) y se convierte en una Simpson, con todo lo que esto implica. Así, la revolucionaria ideológica, la intelectual en potencia y la semilla de artista, se truncan y Marge pasa a convertirse en una de tantas amas de casa, embrutecida a la fuerza por la premura de la labor cotidiana.

Acostumbrada a los descalabros de Homer, a las gamberradas de Bart y a las recriminaciones de Lisa, la potencialidad de Marge Simpson se echa a perder entre cazuelas y fregonas. Por ello, nuestra Marjorie necesita escaparse ocasionalmente de “lo que es” a “lo que pudo ser”. Así, la vemos convertida en agente de la ley y el orden, en actriz de “Un tranvía llamado deseo”, en pequeña empresaria, etc. Estas huidas ocasionales (llámenlas “Rancho Relaxo” o “Ruth Powers”) permiten a Marge reencontrarse consigo misma, fuera de ese rol que convierte el ser madre y esposa en la esencia de su vida.

En uno de tantos excelentes blogs que hay por la red, leí que Marge sería la esposa ideal para cualquier hombre, por ser amable, cariñosa y tener siempre una Duff lista para cuando llegues a casa. Aunque la afirmación no es errónea, sí resulta matizable, sobre todo para no caer en el recurrente “machismo”. Además de amable y cariñosa, Marge es inteligente, preparada, discreta y sensual. Este personaje femenino, a pesar de sus grilletes domésticos, derrocha elegancia en sus movimientos, en sus actuaciones, en su silenciosa presencia: la Marge “maruja” no ha podido acabar con esa bella joven de pelo suelto que escondía tantos talentos.

Sin embargo, ninguna de estas virtudes es la que más me atrae de la esposa de Homer. Si hay algo que admiro de Marge es su capacidad de amar. Tal vez sea el personaje de los Simpson que más ama. Es, como las madres de tantas personas, ese núcleo a ratos invisible que mantiene unida a la familia. Es ella la que insiste en visitar al abuelo al asilo, la que intenta unir a Homer y a Lisa ante sus fluctuantes distanciamientos, la que intenta que el “bichito raro” de su hija mayor se integre en una sociedad que no la comprende, la que perdona las travesuras de Bart (incluso las imperdonables), la que sufre al ver que su marido y sus hermanas no se llevan bien, y la que defiende a Homer a capa y espada, a pesar de sus defectos. Es esta capacidad de ver lo bueno que hay en cada uno de los suyos la que convierte a Marge en la esposa y madre ideal.

Aunque el que suscribe anduvo enamorado platónicamente de Lisa Simpson, he de decir que hoy por hoy aprecio más las palabras de ánimo y la sonrisa de Marge que el intelectualismo que tanto me sedujo siempre de la pequeña Lisa. Será que me estoy volviendo viejo y amarillo.

Al igual que Homer J. Simpson, yo tampoco he podido resistirme al fragante encanto de Madame Bouvier.

martes, mayo 02, 2006

El Archiduque de los Ingenios


Con esa denominación fue denominado en cierta ocasión Francisco Ibáñez Talavera, el autor de historieta más prolífico y exitoso de nuestro país. Nadie perderá de vista, ante tal apodo, la comparación que se establece con el que fue denominado en sus días “Fénix de los Ingenios”, el dramaturgo de los siglos XVI y XVII Félix Lope de Vega Carpio. No por casualidad debió establecerse esta comparación, pues las analogías entre el “Fénix” y nuestro querido historietista no son pocas.

En primer lugar, ambos concibieron su labor artística como un mero trabajo, como una forma de ganarse la vida. En el caso de Lope, su disoluta existencia tenía que ser costeada de alguna forma, y escribir comedias fue la que mejor forma de asegurarse los garbanzos. Por su concepción pragmática y realista del propio arte, podemos establecer conexiones entre los autores. Ambos, Lope e Ibáñez gozaron de un éxito de público sin precedentes, lo cual nunca fue perdonado por los “preceptistas”, por utilizar un término del Siglo de Oro. Los intelectuales, siempre en la obligación moral de despreciar todo lo popular, pasaron en su momento una mirada desdeñosa y resentida por las producciones de ambos autores.

La actitud del Fénix y el Archiduque también es coincidente en este sentido, mostrando su absoluta despreocupación ante el severo juicio de sus condenadores. De hecho, Lope en su Arte Nuevo de hacer comedias en este tiempo intenta justificar su método de trabajo, no sin burlarse elegantemente de los académicos y academicistas. Evidentemente, los críticos no se basaban en la mera antipatía que se le tiene al que triunfa. A Lope se le han llegado a atribuir más de cuatro mil comedias, una cantidad realmente desmesurada, sin otro parangón en las artes españolas que, quizás, la obra de Ibáñez.

Efectivamente, para mantener tan alta producción, aunque fuera por motivos meramente económicos, es inevitable caer en el mecanicismo, en lo automático. Basta con revisar la obra de Ibáñez (sobre todo a partir de 1985) para no ver en ella sino una serie de “gags” de éxito probado que se cortan y pegan con desigual fortuna, dando aparente forma de novedad a viejas fórmulas. En la introducción del álbum El ordenador…¡Qué horror! Ibáñez hace un amago de confesión de su método de trabajo, buscando en archivos informáticos viejos gags. Lope, por su parte, desvela en su Arte Nuevo una serie de fórmulas mecánicas para que una comedia funcione, o dicho en sus propias palabras, para que sea escrita “en horas veinticuatro”. Precisamente por este afán de producción masiva, encontramos altibajos imperdonables en carreras marcadas por obras tan dignas como Peribáñez (también es casualidad, oigan) y el comendador de Ocaña y Chapeau el Esmirriau, por ejemplo.

También en la búsqueda de “inspiraciones” encontramos analogías en la trayectoria de ambos autores. Si Ibáñez se inspiraba directamente en sus antecesores de la Escuela Bruguera, Lope lo hacía en Juan de la Cueva, los Argensola, etc. Si el dibujante catalán tiraba de Franquin cuando le hacía falta, Lope fusilaba las obras del italiano Bandello, como ocurre en El mayordomo de la duquesa de Amalfi, entre otras muchas. A tanto llega la producción lopesca en número, que Charles Aubrun postuló en 1981 la posibilidad de que muchas de las obras del Fénix fueran “obras de taller”, es decir, creadas por un grupo de discípulos a partir de un ligero argumento sugerido por el maestro, calcando fórmulas ya empleadas por él. ¿Les suena esto a los seguidores de Ibáñez? “Es de Lope”, se decía en la época como garantía de éxito de público ante tantas y tantas obras anónimas que circulaban por la triste España del XVII.
Carencias al margen, es innegable que estos autores, o mejor dicho, lo mejor de la producción de estos autores creó escuela. Así, como ocurrió con los discípulos del Fénix (Calderón es el mejor ejemplo), también muchos de los seguidores de Ibáñez, tras haberse iniciado en su referente inmediato, dotaron a sus obras de una mayor profundidad y de una estructura más cuidada. Aunque los discípulos percibieron la carencia de sus modelos, no dejaron de reconocer (salvo los desmemoriados, que tanto se parecen a los ingratos) que tras su estela dieron sus primeros plumazos artísticos.

Sin embargo, el mayor punto de unión entre los dos artistas es su comunicación con el público, llegando a ser verdaderos fenómenos de masas en su tiempo. Si a Ibáñez se le achaca el papel de “dibujante showman” por sus ocasionales apariciones en los medios, también el éxito de Lope fue considerado en su momento como un fenómeno en parte extraliterario, pues sus hazañas amorosas eran tan conocidas por el pueblo como las de los personajes que pueblan hoy los “programas del corazón”.

Por otra parte, recordaremos que tanto el Fénix como el Archiduque querían ante todo contentar a su público, proporcionarle diversión, evasión, y ganar dinero con ello, sin más lecturas. Por esto, a pesar del grito puesto en el cielo por los académicos, Lope se saltaba las tres unidades aristotélicas del mismo modo que Ibáñez descuidaba el preciosismo estético, si con ello conseguían una carcajada más franca y contundente de su público: destinatario último y único de su obra. Aunque ambos demostraron en determinados momentos de su carrera tener capacidad para hacer más de lo que llegaron a hacer, prefirieron estandarizarse con lo seguro que probar nuevas fórmulas, algo artísticamente censurable pero que proporcionó infinita diversión a sus respectivos seguidores, a muchos de los cuales no les importaba dejarse “hablar en necio” ocasionalmente con tal de pasarlo bien.

Terminaremos con las analogías recordando que si Lope fue “el poeta del pueblo”, Ibáñez ha sido “el dibujante del pueblo”, aquél que ha llegado a más sitios, el más leído, el más conocido. Probablemente ni uno ni otro sean el mejor en su especie (o a lo mejor sí, que la Historia y el Arte son inestables y tornadizos en sus caprichos), pero la función comunicativa que se le presupone a toda obra artística, así como la impronta dejada en la cultura popular por ambos resultan innegables. Puede que al leer este artículo un intelectual se escandalizase ante la constante equiparación entre Lope de Vega y Francisco Ibáñez, pero eso es algo que no me preocupa…

A veces, a uno también le apetece sentarse frente a los señores de la Academia de Madrid y defender, con lopesca socarronería, el Arte Nuevo de hacer reír.

viernes, abril 28, 2006

Negra Noche de Blanca Luna


Playa de Barcelona. Por culpa de un tal Avellaneda, el lance final de Don Quijote no acontecerá en las Justas de Zaragoza, sino en las costas mediterráneas. El enemigo: el Caballero de la Blanca Luna (o si lo prefieren, el ambiguo bachiller Sansón Carrasco, dispuesto a ayudar a Alonso Quijano “el Bueno”). Flaco favor constituirá su ayuda. Para acometerla, primero ha de imbuirse en el proceso de carnavalización vital que le permite entrar en el mundo de imaginación de Don Quijote para destruirlo desde dentro, cual moderno virus informático. El precio que tendrá que pagar nuestro héroe por su derrota será caro: renegar de su amada y volver a su aldea, abandonando la caballería andante durante un año.

Tenemos aquí, de nuevo, dos planos de realidad (o quizá más, porque conociendo a Cervantes…). Por un lado, vemos a un vecino que pretende “rehabilitar” a un amigo demente. Por otro, dos caballeros andantes que se baten en un peligroso lance. A estos dos hay que añadirle (sabía yo que surgiría otro) la lucha entre la Realidad y la imaginación. Tristemente, ganarán, respectivamente, el vecino sensato, el Caballero de la Blanca Luna y la Realidad. Triple derrota para los seguidores de Don Quijote, que somos tantos en todo el mundo y en toda época.

Es aquí, junto a las playas de Barcelona, donde realmente muere “El de la Triste Figura”, porque hay que recordar que Alonso Quijano “El Bueno” fallece plácidamente en su lecho, preocupándose de recordarnos que es él el que muere (y no Don Quijote, por tanto). En realidad, nuestro admirado caballero lleva agonizando durante toda esta segunda parte de la obra. En la aventura del barco encantado confiesa “no poder más” y en casa de los duques mira con escepticismo los fastos y artificios que lo rodean, como ocurre en su “vuelo” a lomos de Clavileño. La fe del personaje central en su propia creación (porque, para mí, Don Quijote es una creación consciente y necesaria de Alonso Quijano) queda profundamente herida cuando ve a su amada Dulcinea convertida en fea aldeana, también al comienzo de esta segunda parte. Los ideales, va reconociendo el hidalgo, tienen más verrugas de las que nunca pudo imaginar.

No obstante, precisamente por esta debilitación de la fe del hidalgo, más mérito tienen sus palabras cuando se le pide que reniegue de Dulcinea:

“Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza, y quítame la vida, pues me has quitado la honra”.

Conmovedoras son estas palabras si se las atribuimos a un pobre loco, pero, adjudicadas a un cuerdo, resultan estremecedoras. Alonso Quijano, derrotado en su Ideal, sabe que su muerte esta próxima. Conoce que él no es un verdadero caballero andante (algo que, pienso yo, siempre ha sospechado) y sabe también que Dulcinea no es sino Aldonza Lorenzo, una mujer del pueblo que tiene de hermosa lo que de dama. No obstante, estas últimas palabras suponen un último esfuerzo del hidalgo por aferrarse a su Fantasía, a su Ideal. Son un grito desgarrado y sentido (sin sentimiento no hay desgarro) de afirmación de la propia personalidad, de la propia esencia; no de la impuesta, sino de la libremente elegida en el derecho que todos tenemos a ficcionalizar nuestra vida.

De ahí lo impresionante de este pasaje. De ahí que se nos encoja el corazón, el alma y la carne al leer a Don Quijote (o a Alonso Quijano, que ya no sé quién habla ni me importa). En otras ocasiones nos hemos reído de las caídas y trompazos del caballero. Ahora no podemos sino guardar silencio, tragar saliva y seguir leyendo.

Estamos aquí ante el Hombre, derrotado frente al peso de la Realidad, sólo ante la inmensidad del mar, aferrándose a su derecho a soñar y ser libre.

Bienvenidos sean los amigos, los Sansones Carrasco que pretenden devolvernos la cordura aunque sea a nuestro pesar. Malditos sean por siempre los Caballeros de las Blancas Lunas, siempre dispuestos a despertarnos del más noble de los sueños…

Y es que la vida también tiene doble lectura.

jueves, abril 20, 2006

Al más pelao de todos los señores, al más señor de todos los pelaos


En medio de la creciente industrialización mexicana de los años 30, Europa se abre paso más que nunca en medio de la selva virgen de los aztecas. Este ligero despegue industrial que, obviamente, no se reflejó en el volumen de los bolsillos del pueblo, requiere nueva mano de obra. La máquina es imparable: la vida agraria se va quedando desfasada y el buen indígena ha de salir de su poblado azteca, de ritos milenarios, para integrarse con el hombre blanco, que le paga sus servicios con poco sueldo y mucho asfalto. Ahí nace Cantinflas, de la mano de Mario Moreno.

Ahí surge el “pelaíto” mexicano, esa mezcolanza de sangre, carne y sentimientos, que ni es indio ni es español. Es el indígena que ha de aprender a vestirse como el hombre blanco, pero que no se resigna a perder su identidad. Por eso, el peladito adopta las vestiduras del invasor haciéndolas suyas: pantalón caído, camiseta descolorida y remendada, zapatos grandes y una suerte de pañuelo que él se empeña en llamar “gabardina”. “Está bien, si hay que integrarse para subsistir, me integraré, pero lo haré a mi manera”; estas son las palabras que parece querer decir Cantinflas pero que nunca dice, o que dice constantemente aunque muchos no se den cuenta.

De estos principios surge la picaresca de Cantinflas, pero también su desconfianza. Es el hombre que no se fía de nadie porque nadie se ha fiado de él. Porque le prometieron “le vamos a dar parcelas” (cuando la Revolución mexicana), porque le prometieron “le vamos a dar un trabajo digno” los distintos gobiernos revolucionarios (qué términos más contradictorios). Nadie cumplió sus promesas y por eso Cantinflas nunca se compromete. Por ello, ante la verborrea del intelectual y el poderoso, se evade en circunloquios sintácticos, creando algo parecido a la selva en la que acostumbraba a esconderse antaño. Igualmente, Cantinflas marca su territorio cada vez que en sus películas, inexcusablemente, hace suya la pista de baile (compartida siempre con una bella señorita). También el baile marca la identidad del indio: el movimiento de caderas, sus brincos ridículos, su forma de moverse al son que le marca la sangre…Todos estos elementos tienen mucho de rito tribal, de danza ancestral, reforzada estéticamente por el bigotito de jefe azteca que no se deja avasallar por el invasor.

No estamos hablando, obviamente, del Cantinflas de los últimos años (el que tristemente recuerdan las nuevas generaciones porque es el único que repiten por televisión, por ser en color). Esto es, no hablamos del Padrecito, ni del Profe, ni del Señor Doctor, con un Mario Moreno ya aburguesado y profundamente conformista. Hablamos del otro, del primer Cantinflas de películas de humor blanco y negro, de aquél que no conocía Hollywood todavía. Ese personaje primigenio, anárquico e incluso cruel poco tendrá que ver con el acomodaticio funcionario que nos mostrará Mario Moreno en su última época. Definitivamente, el hombre blanco, el europeo, acabó tragándose al indígena.

El primer Cantinflas, inspirado directamente en Charlot, puede compararse como personaje cómico a las grandes creaciones de Charles Chaplin, Stan Laurel o Julius Henry Marx. Demasiado popular y demasiado hispano como para ser reconocido por los intelectuales, los críticos han pasado una mirada desdeñosa y resentida sobre su filmografía, despojando de cualquier mérito al que consideran un actor populachero y facilón. Sin embargo, su mímica, su saber estar en escena (la cámara lo adora), la utilización de la kinésica como recurso humorístico, las inolvidables parrafadas…todos estos elementos configuran uno de los más grandes actores cómicos de la historia, reconocido por Charles Chaplin como “el mejor comediante del mundo”. Le bastaba levantar una ceja para provocar históricos ataques de risa. Y todo esto lo hace con elegancia, con señorío, sin caer en el histrionismo fácil, sin reírse siquiera. Porque Cantinflas no se ríe; como mucho, lanza una sonrisa de pícaro chico de la calle, para que el espectador quede irremediablemente enamorado de él.

Como sabrán los asiduos a este blog, adoro a los cómicos. Pero dentro de ellos, he de decir que tengo “un cómico para cada estado de ánimo”. Sin duda, Cantinflas es la mejor opción cuando el alma necesita “remontar el vuelo”. Si hay una característica que lo distingue de su “padrastro” Charlot, es su arrollador vitalismo, tan latino. Frente a la tierna resignación del vagabundo chaplinesco, Cantinflas levanta un orgullo de ranchera mexicana ante la adversidad: nada detiene al pelao porque nada tiene que perder. Nadie espere ver al mimo azteca solazándose en su dolor o lamentándose de sus condiciones de vida. Al contrario, lo encontrarán inventando, sobreviviendo, intentando crear una realidad nueva, que se acomode a sus intereses y necesidades … ¿Y qué mejor manera de crear realidades que a través de su cantinflesco lenguaje?

Al pelao de Mario Moreno, de extracción humilde, nadie le regaló nada, pero él hizo un hermoso regalo a la humanidad: nos regaló a Cantinflas. Otros grandes actores de la historia nos han sorprendido con múltiples interpretaciones magistrales, con papeles radicalmente opuestos, pero Mario lo hizo con un personaje que sólo él podía dar a luz, porque lo traía dentro, porque lo vivió fuera, porque era “ese otro que viene conmigo”, como decía siempre.

Aunque en una ocasión Mario Moreno confesó no sentirse un triunfador porque “la vida es demasiado corta para triunfar”, yo te digo, mi cuate, que no te hagas tarugo. También te he oído decir que lo único que pretendiste en tu carrera fue hacer felices a los demás. No…esta vez no te me vas a escapar entre subordinadas a medio acabar… Triunfaste, pelao, y cada risa que me sacas cuando más lo necesito es uno de tantos ecos de un triunfo que ningún “entendido en cine” puede acallar.

Hoy hace trece años que la Parca vino a buscar a Mario Moreno. El veterano actor se fue con ella. A Cantinflas nos lo quedamos nosotros (hágase cargo, compadre; nos hace falta). No obstante, cada 20 de abril la Señora de la guadaña, siempre tan disciplinada, vuelve a por él. Pero Cantinflas no se decide a acompañarla…

Simplemente, la saca a la pista y la invita a bailar…sólo para que nos riamos un ratito más.

domingo, abril 16, 2006

Esos irreductibles galos


Pues sí, ando muy asterixiano últimamente. Suele decirse que las producciones artísticas de un pueblo que logran trascender sus fronteras se convierten, en cierta forma, en embajadores del “modo de ser” de su nación. Un servidor, al que le repatean las generalizaciones de esta índole, no tiene más remedio que claudicar ante determinadas evidencias. En el ámbito del cómic, queda clara cuál es la principal referencia en el ámbito francés: el pequeño y astuto Astérix. Si este entrañable personaje y sus compañeros de aldea simbolizan la rebeldía frente al poder establecido, podemos decir que ahora están más de actualidad que nunca y que, ciertamente, reflejan el “ser nacional”. Traemos esto a colación a raíz de las revueltas estudiantiles que se han producido en el país vecino a causa de la vergonzante ley de Chirac del Contrato del Primer Empleo (tan vergonzante que parece española), un paso más hacia la precariedad laboral, el perjuicio de la juventud estudiantil y trabajadora, y hacia el atraso social. La respuesta de los jóvenes gabachos no se ha hecho esperar y numerosas manifestaciones y actos de protesta han copado las calles francesas en contra de dicha ley. No es la primera vez que los galos muestran al mundo su carácter rebelde e insumiso. Desde la toma de la Bastilla (que no pastilla, aunque acabara con tantos dolores de cabeza), pasando por el mayo del 68, el pueblo francés ha demostrado siempre su insumisión ante la injusticia. Ante la adversidad, los franceses han permanecido normalmente unidos, como si toda su nación fuera una pequeña aldea al norte de la Armónica, con intereses comunes que defender. Desde este punto de vista, la magnífica obra de Goscinny y Uderzo se puede considerar una perfecta representación del “espíritu nacional”.

En España, las cosas son diferentes. Y aquí, los personajes de cómic que nos representan en el mundo son Mortadelo y Filemón, embajadores póstumos de la Editorial Bruguera, mosaico de un país fraccionado, de cainitas, de guerras con el vecino. De un país en el que el enemigo no es el invasor, sino el jefe, la portera, el guardia urbano, el compañero de oficina. Y es que en España, a pesar de ser el país de los chistes y la jarana, hay muy mala leche, hablando en plata. Hace unos años, también en nuestras calles encontramos manifestaciones en contra de una guerra que rechazaba más del 90% de los españoles, pero, en mi opinión, como testigo directo de ellas, los movimientos populares que pude presenciar (y en los que participé desde el escepticismo) tenían más de mascarada grotesca, de carnavalización mortadelesca y de superficialidad ideológica que de movimientos unitarios y consecuentes. Meros pretextos para sacar viejas banderas (de unos y de otros) y para darle con la pancarta de “paz” al vecino de al lado en la cocorota (porque sabemos que siempre ha pensado de distinta forma que nosotros), para demonizar al “otro bando”, etc.

En nuestras manifestaciones sí se cumplía el tópico del español jaranero y festivo, con su música a todo volumen, con sus rostros muy bien pintaditos con símbolos pacifistas y con el afán de monopolizar el que era, en su día, un sentimiento común. Un sentimiento común pero, como siempre en España, desunión a la hora de expresarlo y de alzar la voz contra el “enemigo”.

Las diferencias entre un país y otro no las encontramos únicamente en el pueblo, sino también en la actitud de los gobernantes. El tal Chirac, ante las protestas de los jóvenes ha ido cediendo en sus postulados hasta prácticamente abolir la ley. Si bien es cierto que ha dejado algunas cláusulas que ofenden al sentido común, los rebeldes galos continúan expresando su disconformidad y no dudo que seguirán avanzando en la consecución de sus objetivos. Por su parte, el mandatario de turno de la Hispania en la época a la que me refería antes, tenía más de personaje ibañezco, de esos que con nariz de cerdo escuchan las quejas del pueblo desde su ventana mientras fuman sus puros que derrochan más despotismo que humo y beben su whisquy “Las Chivas”, mientras piensan, en alusión a uno de los últimos álbumes de Jan , “Gritad, gritad, malditos”. Si bien el mandatario francés tuvo la capacidad y la sabiduría de ceder, el español fue incapaz de hacerlo, desoyendo incluso al “foro se sabios” de su consulado. Este consulillo, con ínfulas de Julio César, aunque no pasaba de Cayus Ansarus, sabía que en nuestro país de Mortadelos y Filemones, en dos días el asunto iba a estar olvidado, y el notable número de votos que obtuvo su partido en las siguientes elecciones le llevó la razón.

Un servidor ni es revolucionario ni alienta las revoluciones, pero si “revolución” significa “cambio”, bienvenidas todas aquellas que sean para mejor. Por tanto, alabo el gusto del rebelde pueblo francés sin olvidar que el fantoche cónsul hispano que jugaba a Julio César ahora vaga llamando a puertas que él creía tener abiertas cuando acabaran sus campañas en Irak.

Un César políticamente asesinado…por Bruto.